Lo pienso porque, aunque era muy tarde, la noche no se había cerrado; porque las golondrinas volaban bajas y numerosas; porque paseábamos cogidos de la mano, sin otro rumbo que el de perdernos por las callejuelas de la Judería cordobesa, buscando la sorpresa de un surtidor en mitad de un patio empedrado y con las portadas abiertas de par en par, de un balcón de madera y repleto de macetas cuajadas de flores, del sonido de una guitarra que se escapara por entre las rejas de una ventana abierta y se elevara al cielo en busca del tañido de una campana… Parecen tópicos, pero es verdad que todo esto aún podía ocurrir en aquella Córdoba a la que volvimos en 1983. Tal vez pueda ocurrir hoy todavía, aunque nosotros ya no podamos regresar.
Nuestros pasos sin rumbo nos llevaron a la plaza del Potro. Qué bellas las plazas de Córdoba: la de la Corredera, la del Cristo de los Faroles, la de los Carrillos, la de Samuel Leví, incluso la de las Tendillas… En ésta del Potro se abre la entrada a la Casa Museo de Julio Romero de Torres, ese pintor que tanto me fascinaba cuando era niño, y que aún me llena de inquietud si clavo mi mirada en los cielos plomizos de sus cuadros, que siempre amenazan tormenta, o en los ojos de esas mujeres, tan melancólicas y tan bellas, que siempre nos miran y nunca nos ven.
Frente a la puerta del Museo, que a aquellas horas ya estaba cerrado, se abren las de la posada que, como la plaza, lleva el nombre del Potro. De par en par estaban éstas, porque en su patio se iba a recitar poesía. Entramos ella y yo. Nos sentamos en dos de tantas sillas que permanecían vacías, entre los geranios y los claveles, bajo las golondrinas que planeaban sobre nuestras cabezas y parecían volar sobre aquellos sueños nuestros que nunca serían realidad. El poeta que salió a recitar se llamaba Luis Antonio de Villena y, según se explicaba en el díptico que nos dieron a la entrada, con tres o cuatro de sus poemas, era un poeta importante, aunque ni ella ni yo hubiéramos oído nunca hablar de él.
No me gustó tanto lo que oí como todo lo que viví, todo lo que sentí en aquel momento que, como mágico, celosamente he guardado durante tantos años. De Luis Antonio de Villena tuve ocasión de seguir sabiendo, de leerlo con más calma, de escucharlo en entrevistas y verlo en televisión… Nunca terminó de gustarme; ni él ni el resto de los “novísimos”, el movimiento en el que a veces se le integra. Pero el otro día, casi treinta años después de aquella tarde mágica, me encontré un poema suyo que, además de gustarme, me trajo todos estos recuerdos…
… y pensé que merecía la pena compartirlos (recuerdos y poema), con todos vosotros:
Un cuento en azul
Seguramente estaba sola.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.
Junto a las verjas, entre las plantas, por las aceras nocturnas,
la vieja dama de los ojos negros,
más sola que el más solo de la tierra,
buscaba a los gatos.
Bonito ven. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma, linda. Ay, qué bueno, tesoro...
y los gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando una Piedad extraña
de una madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a la gatera (oí decir otra noche
a unos que pasaban) vaya vieja loca...
Pero la vieja dama de los ojos negros,
con su bolsita de plástico y despojos,
ya no oía. Nunca oía. Porque el mundo
-desde hacía mucho tiempo-
no era afortunadamente real para ella.
Por ello nos sorprendió saber
que una noche de aquellas,
un hermoso muchacho con uniforme azul
se acercase a la dama y le dijese:
Soy el Rey de los Gatos, madame.
Y se cruzaron sus miradas.
Y el muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó de la mano a la dama.
Y se fueron hacia un mundo perfecto,
un maravilloso mundo de luz
que un benévolo dios creó para las viejas locas,
donde los gatos son chicos
y los chicos son gatos
que tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como quiso aquel Rey
del Día Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.
Junto a las verjas, entre las plantas, por las aceras nocturnas,
la vieja dama de los ojos negros,
más sola que el más solo de la tierra,
buscaba a los gatos.
Bonito ven. Ven, mi rey. Para ti también, mimosa.
Toma, linda. Ay, qué bueno, tesoro...
y los gatos callejeros, los gatos atigrados del jardín,
la iban rodeando zalameros, altivos, dulces,
formando una Piedad extraña
de una madre y sus hijos, en el fin de los tiempos.
Mira a la gatera (oí decir otra noche
a unos que pasaban) vaya vieja loca...
Pero la vieja dama de los ojos negros,
con su bolsita de plástico y despojos,
ya no oía. Nunca oía. Porque el mundo
-desde hacía mucho tiempo-
no era afortunadamente real para ella.
Por ello nos sorprendió saber
que una noche de aquellas,
un hermoso muchacho con uniforme azul
se acercase a la dama y le dijese:
Soy el Rey de los Gatos, madame.
Y se cruzaron sus miradas.
Y el muchacho de los ojos gatunos la besó en la boca.
Los gatos se restregaban en sus piernas.
Y tomó de la mano a la dama.
Y se fueron hacia un mundo perfecto,
un maravilloso mundo de luz
que un benévolo dios creó para las viejas locas,
donde los gatos son chicos
y los chicos son gatos
que tienen siete almas, y no envejecen nunca,
como quiso aquel Rey
del Día Primero del Antiguo Mundo Bien Hecho.
Luis Antonio de Villena
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