Uno de los propósitos, cuando inicié este blog, era el de ir reflejando en sus páginas algunas de mis lecturas. No todas, pero sí aquéllas que, por uno u otro motivo, más me conmovieran. Lo hago, pero muy de tarde en tarde. Tan de tarde en tarde que muchos de los libros que querría compartir con vosotros terminan por volver al estante del que salieron y otros tantos esperan, pacientemente, amontonados en mi mesa durante meses… y aún años. Es el caso, entre otros, de Bajo los tibios ojos de mi madre amapola, de Rosa Romá; Esa extraña familia de la que te hablé, de Florián Recio; Gente que perdí, de Pedro Zarraluki; Funcionario público, de Dolores medio;Veintitrés formas de hacer el amor, de Carmen Silva; Cita con la eternidad, de Pedro Uris… Otros, sin embargo y por diversos motivos, se han colado con facilidad en las páginas del blog: La zorrita y los pájaros exóticos, de Javier Bueno; Pleamares de la vida, de Agatha Christie; Narradores de la noche, de Rafik Schami; El canto del agua; de Nelly Rosario; Fuera del tiempo, de Francisca Gata; Los pelícanos ven el norte, de Pablo de Aguilar González… por citar sólo algunos. Y va a ser el caso del último que he leído: Los grandes relatos, de José Jiménez Lozano, que compré el pasado viernes en Albacete (¡por 1 euro!), y me lo leído a lo largo de varios ratos de soledad, sentado junto a la estufa de leña, con el Tom, el gato, en mi regazo y Tomás, el perro, sentado a mi lado, escuchando atentamente algún que otro fragmento que me apetecía leerles en voz alta.
He escogido uno de los capítulos del libro para cerrar mi entrada de hoy. Me parece tan actual que es mejor no dejarlo sobre la mesa guardando turno. Por lo que tiene de oportuno y porque, además, ésta es una de esas lecturas que invitan a dejar de escribir para dedicarse sólo a leer: Quedan tantas maravillas por descubrir que para qué gastar el tiempo escribiendo algo que, como mucho, sólo será bueno. Más de un aspecto tienen en común este libro de Jiménez Lozano y mi última novela premiada (Cuando una gallina valía dos duros), ¡pero qué abismo de la una a la otra! La riqueza de su prosa, la elegancia de su estilo, la sencillez con la que sabe tratar los temas más profundos, la capacidad para despertar ternuras sin rozar la sensiblería…
Aunque conocía de oídas a José Jiménez Lozano, compré el libro por error, confundiendo al autor con José María Pérez Lozano; tal vez siempre los he confundido porque, navegando por su muy recomendable página web, no he encontrado ningún título que recuerde haber leído. Ahora me propongo dedicarle buena parte de mi tiempo y, para tentaros a hacer lo mismo, aquí os dejo el relato que os he prometido líneas más arriba:
LA PURIFICACIÓN
El maestro con el que yo fui a la escuela era de “los purificados”, o sea que, entonces, si un maestro o un médico o gente de ésta habían tenido ideas, se los purificaba. O sea, que estaban en la cárcel o desterrados como rojos en algún pueblo, sin ejercer lo que fueran: médicos o maestros, y así se purificaban o tenían “la depuración” que se llamaba. O sea, que ya pensaban y hablaban como todo el mundo, y como tenía que ser, de la política y de la religión, y luego ya se los incorporaba cuando recibían los certificados. Así que luego, estos maestros que ya tenían hecha la depuración daban más clases de religión y de Historia Sagrada, y también más clases de “Símbolos de España”, que era un libro que teníamos en el que venían la bandera y el escudo nacional y la batalla del Ebro y Santiago luchando contra los moros de Miramamolín, que es un nombre que no se me olvidará jamás, porque nos le llamábamos de mote los chicos, y era lo peor que se aguantaba: que te llamaran Miramamolín. Aunque también este maestro, don Celes, nos enseñaba las otras cosas de la escuela, y, sobre todo, la Geografía y las fuerzas de la naturaleza: cómo se formaban las tormentas, por ejemplo, por la electricidad de las nubes, y que por eso caían los rayos; de manera que en todos los pueblos y ciudades debería haber uno o varios pararrayos.
– ¿Y quién inventó el pararrayos? –preguntaba.
Y nosotros respondíamos:
– Benjamin Franklin.
– Muy bien –decía don Celes.
Y luego, enseguida, que Benjamin Franklin debía tener una estatua en cada ciudad y en cada pueblo.
– ¿Por qué? –preguntaba don Celes.
Y decíamos:
– En agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado y a los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
Que no olvidáramos, decía don Celes, para que lo tuviésemos presente siempre, y también para los ejercicios que hacíamos y para cuando alguien nos preguntase. Así que entonces, cuando vino el señor Inspector y preguntó, de las primeras cosas que preguntó, que quién había inventado el pararrayos, nosotros contestamos enseguida:
–Benjamin Franklin.
Y luego, lo demás de que debería tener en cada ciudad y en cada pueblo una estatua en agradecimiento a las vidas de personas y animales que ha salvado, y de los incendios y desastres que ha evitado a la humanidad con su maravilloso invento.
– ¡A ver! –volvía a preguntar el Inspector. – ¡Repetid eso!
Era un hombre grande y con muchas anchuras, vestido con un traje oscuro a rayas, de los de paño de Béjar, decía la gente, o a lo mejor del género de los catalanes, y llevaba unos zapatos muy relucientes. Y, en un dedo de una mano, un anillo de oro que brillaba con un ascua, cada vez que sacaba las manos de los bolsillos de la chaqueta, mientras se paseaba de arriba abajo por la plataforma donde estaban la mesa y el sillón de don Celes; y a un lado estaba una ventana grande, y al otro el encerado.
– ¡Repetid eso, queridos niños! –volvió a decir el Inspector.
Y nosotros repetimos otra vez lo de Benjamin Franklin que debía tener una estatua en cada ciudad y cada pueblo, que nos lo sabíamos de carretilla, y dijo, luego, el Inspector:
– ¡Muy bien! ¿Y qué se hace, queridos niños, durante las tormentas?
Nosotros contestamos:
– Evitar los árboles y los campanarios, los edificios altos o aislados y los utensilios metálicos como la hoz y la guadaña, etcétera.
Porque también nos lo sabíamos de corrido.
– ¿Nada más? –preguntó el señor Inspector.
Pero, como no sabíamos que se tuviese que hacer nada más, nos callamos: y no se oía ni el vuelo de una mosca. El Inspector dio otro par de vueltas de arriba abajo y de abajo arriba, de la ventana al encerado y del encerado a la ventana, sacando y metiendo, todo el tiempo, las manos en los bolsillos, que era, como digo, cuando más le relucía el anillo, y luego se paró en medio y, mirando a toda la clase, dijo:
– ¿Y no os han dicho, queridos niños, que se debe rezar el Trisagio a la Santísima Trinidad? ¿Quién es la Santísima Trinidad?
Y nosotros respondimos:
– Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero.
– ¡Muy bien! ¿Y qué es el Trisagio?
Pero, como no sabíamos lo que era el Trisagio, todos nos quedamos callados como muertos. Y entonces el señor Inspector se volvió hacia don Celes, que ni nos habíamos dado cuenta de que estaba allí en un rincón de la plataforma, junto a la ventana, sentado en una banqueta, desde que al principio el Inspector se había sentado en su sillón, y le preguntó:
– ¿Pero es que no les ha enseñado usted a sus alumnos lo que es el Trisagio?
Don Celes se puso colorado, como cuando nosotros no sabíamos la lección, y venga a retorcerse las manos; pero no dijo nada. Así que el señor Inspector nos enseñó el Trisagio:
Santo, santo, santo es el Señor Dios de los ejércitos
que creíamos que era otra cosa, pero dijo que es lo que había que rezar durante las tormentas, ante una imagen sagrada, encendiendo la vela que se había llevado al Monumento el día de Jueves Santo.
– Eso es lo que hay que hacer, como pueblo católico que somos –añadió el Inspector con una voz muy absoluta.
– Sí, señor –dijo don Celes.
Y luego dijimos todos:
– Sí, señor.
De modo y manera que, en adelante, dijo el Inspector a don Celes que nos enseñase el Trisagio y todas las demás costumbres católicas y españolas.
– Porque nosotros somos católicos, ¿no? –nos preguntó.
Y dijo don Celes el primero:
– Sí, señor.
Y también lo dijimos todos, luego. Pero el Inspector se puso una mano en un oído: la mano del anillo precisamente y dijo:
– ¡Más alto! ¡Mucho más alto y con orgullo, niños!
Y lo repetimos más alto y, cuando se hizo el silencio, el señor Inspector se sonrió, y dijo luego en voz muy baja:
– Y Benjamin Franklin, no. Benjamin Franklin no era católico, queridos niños. Benjamin Franklin no era católico desgraciadamente.
Se calló otro poco el señor Inspector, y volvió a decir con la misma voz absoluta de antes:
– ¿Y cómo entonces, queridos niños, íbamos a levantar una estatua a Benjamin Franklin en nuestros pueblos y ciudades? ¿Cómo íbamos a hacer eso? ¡Respondedme vosotros!
Y se calló otra vez; pero nosotros no dijimos nada tampoco, y entonces don Celes se levantó de la banqueta y dijo:
– Es que un servidor, señor Inspector, no sabía ese detalle, señor Inspector.
– Pues ya lo sabe usted, ¿no? Es un detalle muy importante.
– Sí, señor – volvió a decir don Celes.
Y, luego ya, rezamos la oración, y en cuanto le dijimos todos que “¡Vaya usted con Dios! ¡Que usted lo pase bien!”, se fue el señor Inspector; y en adelante, cuando don Celes hablaba de las tormentas como fenómenos de la naturaleza, seguía diciendo, claro está, que el pararrayos le había inventado Benjamin Franklin, pero que los españoles y católicos debían rezar el Trisagio. Y ya no decíamos la otra coletilla de la estatua de Benjamin Franklin, porque don Celes, estaba depurado, y si continuaba así de humilde y de mandible, aceptando las correcciones de la superioridad, dijo el señor Inspector que sería uno de los mejores y más competentes maestros de toda la provincia.
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