Íbamos un día Amador y yo a comprar naranjas. Pero no cuando éramos niños (que quizá también), sino hace poco, esta misma primavera, en Albacete, caminando despacito por la acera en la que daba el sol, como si fuéramos viejos (que quizá también), porque él camina despacio y yo tengo la barba blanca, porque los dos hemos perdido el pelo y porque ya tenemos tantos años como los viejos de verdad… Sólo que a mí a veces aún me quedan ganas de correr. Le propuse que echáramos una carrera, como cuando éramos niños, como cuando nos compraban algunos zapatos nuevos que corrieran más que los viejos que veníamos usando. No quiso y seguimos caminando por el sol y compramos las naranjas y, cuando regresábamos a casa, vimos un hombre que buscaba comida en el interior de un contenedor de basura.
A lo mejor no buscaba comida y buscaba otra cosa; pero como a lo mejor sí, me acordé de lo que había leído esa misma semana en el periódico y le pregunté a mi hermano si se había enterado de que en algunos pueblos de Valencia, como la Pobla de Vallbona, van a poner multas de 600 euros a quienes pasen hambre.
Él no me creyó del todo y, como yo le insistiera en que era cierto, me dijo algo así como “Sí, será verdad, pero cuéntamelo como es”.
Amador quería decir que no se lo contara con los ojos del que escribe, sino con los ojos del lector de diarios; que le dijera qué es lo que decía exactamente el titular del periódico donde leí la noticia. Lo que el “Levante” del 28 de mayo pasado decía exactamente era: “La Pobla de Vallbona multará con 600 € a los que cojan comida de los contenedores”.
Pero digo yo que si alguien busca comida en un contenedor de basura será porque tiene hambre, ¿no? ¿O es que habrá quien se piense que lo hace sólo por molestar al alcalde o fastidiar al resto de la Corporación? Si yo fuera alcalde y tuviera un pueblo para mí solo, lo que me molestaría no sería que la gente buscara comida en la basura, sino que la gente tuviera hambre, que tuviera que buscar comida en la basura.
Y qué casualidad que, cuando llegamos a casa de mi madre y me salí a la terraza a leer un libro muy bonito de José Jiménez Lozano, que tiene negras las cubiertas y un pequeño recuadro con un rostro, que parece de una niña con una vela en la mano, pero que también podría ser el Niño Jesús que ve a su padre trabajar en la carpintería, pues va y me encuentro con este cuento que viene a cuento y por eso os cuento:
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