Casas Ibáñez, aunque muchos de quienes me leen no lo sepan, es tierra de escritores… No soy quién para decir que de buenos, pero sí que puedo asegurar que de muy interesantes escritores. Con este lugar, en el corazón de La Manchuela, entre el Júcar y el Cabriel, tienen mucho que ver los poemas de Mari Nieves Lahiguera o Iluminada Navarro, las novelas de Celín Cebrián o las de García Cuenca y García Ródenas (padre e hijo), los ensayos filosóficos de Mercedes Gómez Blesa, el delicioso libro de cocina de María López (El legado gastronómico de La Manchuela), algunos de memorias, como los de Cándida Pérez Verde (Mi caminar) y el más reciente de Cándido Sánchez Aurell (Siempre adelante), así como otros (que todos no los voy a nombrar ahora), entre los que habría que incluir también los míos y las dos colecciones de relatos que tiene publicadas Manuel Picó: Viaje al paraíso y Hierro y tierra.
Esto, que ahora cuento con orgullo, hasta me hubiera molestado cuando, siendo adolescente y viviendo en el pueblo, yo pretendía ser escritor (creía serlo), y no ya el mejor, sino el único… Es sólo una suposición, a lo mejor no hubiera sido así y sólo lo imagino pero, en cualquier caso, lo cierto es que no tardé mucho en descubrir que había otros y que hasta lo hacían mejor que yo, al menos a juicio del jurado que falló el IV Certamen Literario que convocaba la Asociación Cultural “Antonio Machado” y que me dejó con el segundo premio (por un relato que a mí me parece bueno:Prisioneros de la carpa), para darle el primero a Manuel Picó por Sabina y las cerezas. Fue ahí, en la publicación conjunta de los dos cuentos, donde lo leí por primera vez. Luego tuve ocasión de conocerlo personalmente, descubrir sus valores personales (que no sólo literarios los tiene), su pensamiento, siempre lúcido para los temas que tienen que ver con los problemas del campo y los campesinos, en especial; con la justicia y la honestidad, en general.
Lo he leído desde entonces con interés y con gusto, con admiración en muchas ocasiones. Me conmueven sus relatos y me ayudan a pensar con claridad los artículos que publica en el Casas Ibáñez Informativo o en la prensa de Albacete (algunos de estos los reproduce en su blog, al que puede accederse desde esta misma página). Ha tardado mucho tiempo, demasiado tiempo, en publicar su primer libro en papel: Hierro y tierra, que no apareció hasta el año pasado y que apenas hace un mes que se ha presentado en la librería “Rafael Alberti” de Madrid. Pero ya antes había publicado, en formato digital, uno que yo os recomiendo de manera muy especial: Viaje al paraíso y otros relatos. Puede descargarse gratuitamente enwww.dipualba.es/publicaciones (abrir la pestaña “libros en red”, que encontraréis en la columna de la izquierda).
A esta colección pertenece el relato El viejo Dinosaurio que ahora os voy a pasar. No lo he elegido al azar, sino que le tengo un especial cariño. Conozco su génesis, recuerdo cómo lo creó en un ejercicio de taller literario a partir de la lectura, precisamente, de un relato mío: La tiendecilla de Joaquín… Cuando escuché lo que Manuel Picó había hecho con mi personaje (se lo oí leer de viva voz antes de hacerlo con mis propios ojos), me emocioné…
Quizá también a vosotros os llegue al corazón:
El viejo Dinosaurio
Más gordo, más feo, más calvo, así se vio aquella mañana en el espejo.
Después de los años, jubilado y cerrada la tienda hacía casi una década, el viejo Joaquín, se miraba y por primera vez contemplaba los estragos del tiempo. Como si hasta entonces se hubiese mirado sin verse para ignorarla propia decadencia de su cuerpo, o porque quizás, a caballo entre la ficción y la cobardía, había querido seguir viviendo el pasado, cuando la tienda rezumaba el olor de las especias, los embutidos y el bacalao y en las noches de verano la familia y los vecinos se sentaban en las sillas de enea sobre la acera recién regada para charlar sobre lo humano y lo divino.
Aquella mañana, delante del espejo, al día siguiente de dar tierra a su esposa, sintió que había envejecido 30 años de golpe y que jamás volvería a ser el mismo de antes.
Y con nostalgia, desde casa de la hija, fue donde antaño estaba la tienda.
Nada recordaba la vieja fachada. La tienda, remodelada por su yerno Fabián, ahora era una simple cochera y la mente tenía que hacer un esfuerzo por retrotraerse al pasado.
Donde ahora están las puertas entonces estaba el escaparate y una puerta de cristales que al abrirla hacía sonar una campana. ¡Ay la campana! ¡Cuántas miles de veces la habría oído! Tenía aquella campanilla metida en los oídos para siempre. Todavía había noches que soñaba con ella. La campana sonaba y él despertaba adormilado porque tenía que atender a una clienta, o quizá porque era lunes y llegaba Ángel Roldán, el de las salazones.
En la fachada, sobre el escaparate, un cartel con letras rojas rezaba: “Ultramarinos Joaquín”. ¡Qué ilusión por estrenarla! ¡Cuánto afán por poner los estantes y el mostrador, por colocar cada producto en su lugar!
Sesenta mil duros de los de entonces le costó montar el negocio. No tenía más que la mitad, pero su padre y su suegro le prestaron el resto y al cabo de unos años saldó la deuda.
Era la única tienda de las Casas Baratas, y por ser única en el barrio en ella vendía de todo. Frutas, verduras, embutidos, salazones, aceitunas, latillas, cubas de sardinas, carne de membrillo... Hasta albarcas para los hombres del campo llegó a vender.
Joaquín pasa a la cochera. En un rincón, tapado con plástico todavía está el viejo mostrador de madera y el cajón del dinero. Levanta el plástico y acaricia la desgastada madera. Cuántas veces ha devuelto el cambio allí, cuántas veces estuvo de chanza con las clientas, cuántos piropos, cuántas cuentas de la vieja...
Allí atendió a Damiancillo, cuando lo fiado subía más de la cuenta y su madre se avergonzaba de dar la cara, y a María la Arremangada la que un día que estaba sólo le echó mano a la bragueta para pagarle en carne. A Julia, la de Ambrosio, que compraba los tomates por cuartos. A doña Encarnación y su hermana Luz, “dos mujeres y un solo marido”, a Remedios “La bomba” que le sisaba en cuanto se descuidaba. Mujeres de las Casas Baratas que le contaban sus problemas, que le hablaban de sus hijos y sus maridos, de su familia lejana, de las heladas y de los precios de la uva o las lentejas.
Todo se había ido por el desagüe. Hoy ibas a un supermercado y ni la cajera ni el cliente decían buenos días. Pasaba los productos con su correspondiente código de barras por el escáner y de forma automática te devolvía el cambio sin siquiera decir Adiós.
Ahora, en el siglo de la comunicación, hombres y mujeres compraban más que nunca pero no se comunicaban. Los vecinos podían apiñarse en un gran bloque de viviendas, pero no se conocían. No sabían lo que era un chascarrillo, ni un halago, ni una charla con el tendero. Y también los tenderos eran una especie en extinción, como un día lo fueron los dinosaurios. Hoy las compras se hacían en los hipermercados. Se compraba mucho y se callaba casi todo. Y la clientela, con todo el Internet, los móviles y todas la comunicaciones
del mundo era más hermética que una lata de sardinas.
El viejo Joaquín era un viejo dinosaurio y él lo sabía demasiado bien. Cubrió con el plástico el mostrador y unas lágrimas furtivas resbalaron por sus mejillas.
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