Siempre estuve convencido de saber el día exacto en el que por primera vez había oído hablar de Gonzalo Torrente Ballester: el siguiente al que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua. Creía haber leído la noticia en el diario “Pueblo” una tarde en la que, como todas cuando sólo tenía trece o catorce años, al salir de instituto me pasé por la oficina de mi padre para leer el periódico del día anterior, que les había llegado con el correo de la mañana. Nunca olvidaré el olor a tinta de sus páginas, los titulares rojos de su cabecera y de la tercera página en la que aparecían sus artículos de opinión que yo me saltaba en busca de los reportajes, de la crónica de sucesos, la programación de televisión y los pasatiempos, la tira de “Lola” dibujada por Iñigo, su página de contactos (“CQ”), el suplemento literario… Ahí creía haber leído la noticia de su ingreso en la RAE, junto a la estufa de leña que, si era invierno, caldeaba la estancia o junto a la ventana abierta de par en par por la que, si era verano, llegaban los trinos de los pájaros que anidaban en las antenas de televisión de los tejados y las canciones de corro de los niños que jugaban en la plaza. Pero ni lo uno ni lo otro: Gonzalo Torrente Ballester ocupó el sillón “E” de la Academia en 1975, cuando yo ya tenía veinte años y vivía en Valencia; además de que, como conté la vez anterior, ya había visto escritos suyos en La Estafeta Literaria (aunque no los recordara), y él había sido el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que estudié en bachillerato.
Lo que sí es cierto es que no fui consciente de lo mucho que me gustaba lo que escribía ese hombre hasta que devoré La saga/fuga de J.B. y pensé que, entre mis preferidos, merecía estar junto a Gabriel García Márquez, Miguel de Cervantes, Julio Cortázar y pocos más. Sin embargo, y pese a lo famoso que se hizo con la serie de televisión que se basó en su trilogía deLos gozos y las sombras (interpretada por una turbadora Charo López que, curiosamente, había sido alumna suya en el instituto de Salamanca), pese al Premio Planeta con Filomeno a mi pesar,pese al Premio Príncipe de Asturias en 1982 y al Premio Cervantes en 1985, pese a todos los éxitos que obtuvo y honores que se le rindieron hasta que falleció el 27 de enero de 1999, sólo he encontrado una persona que hable de él con el mismo entusiasmo que yo puedo hacerlo: José Pablo Bordás, quien casi parece que cuenta un cuento cuando narra cómo leyó el final de Quizá nos lleve el viento al infinito, sentado en una silla en medio del salón de su casa mientras, emocionado, las lágrimas le escurrían por las mejillas y las lentejas se le quemaban en la olvidada cazuela que había puesto a calentar en la cocina.
Hoy, cien años después de que naciera en aquella aldea gallega y medieval, quiero rendirle homenaje una vez más y agradecerle así tantas horas de placer como me han proporcionado la lectura de las páginas que escribió, tantos sentimientos como me despertó, tantas sonrisas que me arrancó y alguna que otra lágrima que, como a José Pablo, se me escapó emocionado con su prosa.
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