Se acercaba el final de la primavera y, con ella, habría de terminar también el curso; a esas alturas era más fácil mirar por la ventana que a la pizarra. Los alumnos estábamos hartos de criptógamas y rizomas, de funciones exponenciales y medidas de dispersión, de Juan Gris y Le Corbusier… Hartos de los compuestos nitrogenados y el principio de Arquímides; hartos, incluso los que presumíamos de lectores, de la Generación del Veintisiete y del teatro de Buero Vallejo… Los profesores estaban hartos de nosotros, de nuestros padres, del jefe de estudios… Pilar tenía tantas ganas de dar clase como nosotros de recibirla. La apodábamos “Billy”, de Billy el Niño, porque siempre iba con pantalones vaqueros y tenía la costumbre de ponerse en jarras, con los pulgares en las presillas de los costados, como si nos estuviera retando. También ella, de vez en cuando, perdía la mirada por la ventana. ¿Vería lo mismo que nosotros?
“Vamos a hacer una cosa –propuso–. Si alguno de vosotros quiere leernos un poema, dejamos la clase para después”.
La miramos desconcertados. ¿Un poema? ¿Servirían los que aparecían en el libro de texto? A mí había un par que me gustaban bastante, uno de Gerardo Diego y otro de Dámaso Alonso. Los dos los tenía copiados en una libreta que guardaba bajo la tapa del pupitre… Y Cano, que de mayor quería ser revolucionario, escondía un libro de la editorial Zero con poemas de Manuel Pacheco, forrado con papel de estraza azul para que nadie viese el nombre del autor ni el título (“Poesía en la tierra”), pues le parecía que debía estar prohibido.
“Si nadie se anima… –insistió Pilar, perdiendo la esperanza–, seguiremos con Martín Fierro”.
“Saca el cuaderno” –me instó Alfredo Márquez, mi compañero de pupitre, dándome un codazo. Alfredo, al que todos llamaban Márquez, sabía que yo no sólo leía poesía, sino que, además, me copiaba los versos que me gustaban en aquella libreta.
Le hice caso. Busqué el que era mi preferido en aquel entonces: Un poema de Pedro Salinas que, sin título, comenzaba preguntándose “¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba?”. Levanté la mano a la vez que la profesora abría su carpeta de apuntes. “¡Pilar!, ¡Pilar!”, le urgieron todos para que alzara los ojos y se fijara en mí. Ella lo hizo, me sonrió con complicidad y me invitó a empezar. Yo leí:
¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.
Acabé con cierta congoja en la voz porque, aunque ahora ya lo he olvidado, entonces no hacía mucho que había descubierto que “cada beso perfecto aparta el tiempo, le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve donde puede besarse todavía”.
“¿Alguno más?” Preguntó Pilar.
“Pásame la libreta”, me pidió Alfredo.
Se la di abierta en la página en la que tenía escrito el “Nocturno” de Asunción Silva: “Una noche, una noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas…” Pero antes de que empezara su lectura, Cano ya había levantado la mano e, impaciente, con voz profunda, empezaba a leer: “El hambre tiene forma de pisada sobre la cara del anciano…”
Yo sonreí. Alfredo sonrió. Todos sonreímos, convencidos ya de que ese día no habría clase de Literatura. Pilar sonrió, convencida de que cuando pasaran cuarenta años, algunos seguiríamos recordando aquella clase de final de primavera.
Es muy acertada la elección del poema de Salinas y el relato que lo enmarca, espectacular.
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