Desempeñaba mi trabajo en un archivo de documentación, donde se reproducían y guardaban los miles y miles de planos que diseñaban en los diversos departamentos: obra civil, montajes eléctricos, programación, garantía de calidad… Allí, en mi oficina, conocí a Felisberto Hernández; pero tanto esto como su nombre no lo supe hasta mucho después de que Alicia recibiera el primer “anónimo” firmado por él:
“En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta (…) no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”.
Alicia, cuyo nombre he olvidado, pese a que recuerdo con perfecta nitidez el negro intenso de su pelo ondulado, la perezosa caída de sus párpados y la timidez de su sonrisa, trabajaba en otro departamento de mi misma oficina, no en el archivo. Aunque yo nunca pensé que lo fuese, decían que era fea; quizás por eso creyó que aquellas palabras abandonadas sobre su mesa, cuidadosamente caligrafiadas, no eran para ella; quizás por eso se enojó cuando apareció el segundo anónimo:
“Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes”.
Amenazó con decírselo a su marido, un hombre bello, corpulento y mujeriego, uno de los jóvenes ingenieros que, cuando se acabara la obra, dirigirían la central, y que nunca dejaba de vigilarla, ni en el trabajo ni fuera de él. Aún así, su admirador, quien quiera que fuese, no se amedrantó y envió un tercer mensaje:
“Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada”.
Si aquella primavera ya hubiera existido Internet, hubiera sido fácil descubrir que el autor de tan bellos textos era Felisberto Hernández, escritor uruguayo del que nunca se puede leer mucho porque siempre resulta difícil encontrar sus escasos títulos, pese a que (o porque), como dijo Italo Calvino, “es un autor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos”. ¿Era él quién mandaba los “anónimos” a Alicia? Estoy casi convencido de que no, puesto que había muerto en 1964, después de haberse ganando la vida acompañando al piano películas mudas. Su paisano Carlos Vaz Ferreira, filósofo, afirmó sobre él que “posiblemente no haya en el mundo más de diez personas a las cuales les resulte interesante, y yo me considero una de ellas”… Como yo soy otra, sólo queda sitio para ocho de vosotros: No os demoréis en leerlo.
Algunos años después, cuando ya había dejado el oficio de constructor de centrales nucleares para dedicarme a otros menesteres, me crucé con Alicia. Por primera vez iba sola y su sonrisa ya no era tímida, sino franca y abierta. No me reconoció, así es que pude observarla tranquilamente. Parecía feliz y nadie hubiera dicho que no era una mujer hermosa… Cuando regresé a casa, busqué los dos libros que había conseguido de Felisberto Hernández (“La casa inundada” y “Las Hortensias”). Volví a leerlos, preguntándome esta vez si Alicia y él no se habrían encontrado en la vida real, lejos del archivo donde yo los conocí.
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