Alguno de vosotros ya habrá leído el nombre de Puri Novella en esta página: Fue la ganadora del último premio de relatos en Villatoya… Así es que alguno de vosotros también habrá leído ya el cuento con el que ganó: “Las hijas de Irene”. Por aquellos días (los de la entrega de premios), le dije que alguna vez quería colgar un texto suyo en “lo que escriben mis amigos”, pero hasta que no leí su relato “Allende”, no tuve claro que sería éste, que ahora os transcribo, el que querría compartir con todos vosotros.
El hacerlo viene hoy al caso porque acabo de conocer el blog que ella ha empezado a escribir el pasado mes de junio… Os voy a poner un enlace aquí mismo, para que siempre podáis entrar a él desde mi página, Aunque no habla mucho de ella misma (Me gustan las canciones de Serrat y la poesía de Luis García Montero. Las novelas de Belén Gopegui, los parques al sol y "Los Lunes al Sol", "Barrio" y mi barrio, Granada, saber que puedo encontrarme con mi gente y que ya soy muy mayor y un pelín rara para hacer nuevos amigos. Compromiso. Incondicionalidad. Resistencia. Y revolución siempre. De pequeña quería ser escritora y sigo en el intento de no defraudarme por completo. Besos para los días de lluvia y yacimientos de alegría para cuando la vida se enrosque empeñada en meternos a presión en callejones sin salida), podréis conocerla a través de lo que escribe, a través de historias tan bellas como ésta:
ALLENDE
Mi madre me llamó Allende por Isabel.
Escondía sus libros entre las sábanas recién planchadas, “Para que huelan a Lavanda, niña mía, y guárdame el secreto que no quiero que papá se entere”.
Porque si papá sabía, si papá se enteraba, hacía volar a jirones los libros de Isabel Allende sobre el parquet del salón, no sin antes proferir su gama de insultos tercera vocal: Inútil/ Idiota/ Ilusa.
Se albergaba el miedo en las grietas blancas de los labios de mi madre, en sus ojos siempre esquivos, en los pies pequeños, de pasos imperceptibles. Fue ahí donde empecé a reconocerlo, húmedo, escarchado, falto de piedad y de aliento. Era el miedo.
Sólo con la lectura se atrevió a enfrentarlo, hacía trampas, buscaba huecos, silencio, oscuridad, necesitaba abrir los libros, refugiarse en ellos, perderse en las palabras y recuperar las cenizas de sí misma, de alguien que un día quiso ser profesora de literatura y contaba cuentos magistralmente, en los que las princesas no tenían que dejarse las uñas fregando, ni perder zapatos prestados, ni dormir boca arriba media vida para ser rescatadas por el hombre de sus sueños, con melena de paje y medias color granate, porque, sencillamente, no lo necesitaban, podían solas, y llegado el momento ya decidirían con quien y cómo bailar. “Yo te llevo, Rey”.
Se transformaba cuando me contaba aquellas historias. Tumbadas en la cama fijábamos las dos la vista en el pedazo de techo iluminado por mi linterna, y a veces yo perdía el hilo de la narración por contemplarla: absorta, los ojos enormes, emocionados, las palabras torrente incontenible, discurso convincente.
Pero giraba una llave en la cerradura de casa y el microcosmos se desvanecía de golpe, ella salía de mi habitación sin despedirse, cerraba la puerta y volaba hasta la cocina, donde había dejado todo preparado para simular que llevaba tiempo realizando la misma tarea.
Porque papá olía el tufillo de los cuentos, y le pasaba como a mí con el olor a cera derretida, se ponía malo, y eso que a él le gustaban las palabras, las dominaba a su antojo, tanto que hasta guardaba reservas, pequeños montoncitos de leña dispuesta a arder, agrupados por iniciales. Utilizaba mucho el de la P: Payasa/Patética/Paleta.
El libro preferido de mi madre era “Cuentos de Eva Luna”, yo los conocía de memoria antes de saber leer, sobre todo el de Belisa Crepusculario, aquella mujer tan pobre que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos y decidió huir en dirección al mar para ver si así burlaba a la muerte. Se hizo vendedora de palabras. “A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía”. Era la frase que más le gustaba: “¿Te imaginas? Qué maravilla.”
Debo reconocer que durante mucho tiempo no pude acercarme a ninguna lectura de Isabel Allende. Se me atravesó, como la palabra cáncer en las familias que han perdido varios miembros por su causa. La culpabilicé de cegarla con sus historias, envolviéndola en leyendas inútiles que le restaban fuerzas para la lucha diaria.
Qué tontería. Al menos guardaba un as en la manga, una luz secreta, algo propio y privado. Suyo. Y qué miedo prohibirme, vetarme, señalar culpables, parecerme a mi padre.
La pasión y la curiosidad por la lectura, el hábito indispensable, se los debo a ella: Olga Medina de guantes blancos en su foto de boda, y sonrisa de creer en las promesas, zapatos puntiagudos y brillantes, rosas achampanadas, tiempo detenido. Algún mensajero del destino, uno de esos viajeros de las máquinas del tiempo que tanto hemos visto en películas tendría que haberse presentado en aquel estudio y enseñarle en un calidoscopio lo que iba a ser su vida. “No sigas, piénsalo, te mereces otra cosa”.
Quizás hubiera descartado la oferta, segura de sus ilusiones, convencida de su apuesta.
Al fin y al cabo se trata de eso, creer en lo que no es tangible, jugársela, agotar todos los recursos.
Las rosas de su boda debieron ser las únicas que mi padre le regaló, aunque mi madre soñaba con tener un jardín donde cultivar flores y plantas; a mí me encantaba oirle nombrar algunas: siemprevivas, petunias, alegrías ... En una ocasión, por su cumpleaños, recibió un gran ramo que le envió una antigua vecina con la que había mantenido estrecha relación. Durante unos segundos todo fue mágico: el repartidor, el ramo, los colores, la expresión de mi madre... Cumplía cuarenta años. En cuanto la puerta se cerró papá decapitó las flores de un manotazo y tiró los tallos y el envoltorio por la ventana. Mi madre se quedó muy quieta, con el brazo aún extendido y la mano abierta sujetando lo invisible. Tenía las zapatillas de casa cubiertas de pétalos de colores y la cara muy blanca, y los ojos secos. Parecía un mimo.
Me puse a recoger los restos del suelo: “No te preocupes mamá, que yo te haré otro ramo”. Y entonces papá, que había vuelto a su sofá de piel y a la lectura de su periódico se asomó a nuestra vida un instante para insultarme despacio, satisfecho y tranquilo, por primera vez: “Tan gilipollas como su madre”.
Aquella secuencia sigue asaltándome de vez en cuando, transcurrido tanto tiempo que resulta fácil dejarse llevar por la idea de que algunas cosas pueden superarse, hacerse pequeñas e insignificantes.
No sé en qué preciso momento ella cerró el cofre de los secretos y tiró la llave al mar.
Pero sucedió. Dejó de maquillarse por las mañanas, después del zumo de naranja y el café solo sin azúcar se pintaba con cuidado mirándose complacida en el espejo, para lavarse la cara a continuación. Luego se peinaba con unos recogidos preciosos, artesanales, sujetos por infinidad de horquillas que yo le pasaba una a una, en medio de un silencio poblado de armonía. El toque final lo daban los zapatos de tacón; varias cajas de zapatos de salón que ella sacaba de la profundidad de los misterios para que ambas eligiésemos los que más nos gustaban y desfilásemos despacio por el pasillo como si de una pasarela se tratara. Yo siempre escogía los mismos, unos forrados en raso rojo que nunca supe cómo, cuando y para qué habían sido comprados, pero que sigo utilizando a solas algunas mañanas de mi vida.
Toda esta intimidad suya se fue desvaneciendo, y hasta los libros de Isabel Allende desaparecieron de entre las sábanas recién planchadas. Me di cuenta demasiado tarde, no sé en qué andaría, pero no me percaté. El caso es que empecé a echar de menos su otra piel, la llave minúscula del armario imprevisto, el sabor dulce de lo insospechable.
Y topé con un silencio de hormigón y la cara demacrada de una mujer mayor sin necesidad que apenas levantaba la mirada, y cuando lo hacía esta era líquida, carente de resistencia.
“Das asco, siempre queriendo dar pena, como si pudieras quejarte de algo”. Tenía sentido del humor mi padre, era un cachondo, un genio incomprendido.
Yo pasaba cada vez menos tiempo en casa, comenzaba a salir con amigas, a descubrir otros mundos, otras familias, otros modos de vida por los que me dejaba encandilar fácilmente. Había colores más allá del umbral, posibilidades, presagios, amaneceres diáfanos. Y mientras cumpliera las reglas básicas –lo hice siempre a rajatabla- mi padre me dejaba en paz. Procuraba coincidir con él lo justo, y a mi madre la buscaba pero sin éxito; alguna vez la cogía de la mano “Mamá, siempre tienes las manos frías” y ella alzaba los hombros donde antes hubiera cabido la historia de su infancia sumada al porqué de las manos frías. O apoyaba la mejilla en su hombro, en un hueco de su espalda, en los espacios confortables del cuerpo de mi madre que se tornaron huesos duros, descansos imposibles.
Volvía de estudiar en la biblioteca con una amiga, finalizaba el otoño, anochecía demasiado pronto y la gente caminaba deprisa por la calle. Nada más abrir la puerta supe que pasaba algo. Todo estaba a oscuras, y la música clásica –los martes a esas horas atronaba Tchaikowsky- no imperaba en la casa.
Recuerdo a mi madre en aquel momento como a un personaje de película de terror.
Estaba sentada en el borde del sofá, únicamente alumbrada por los reflejos de las farolas de la calle, las manos boca arriba sobre el delantal, como si se le hubiera caído un bebé de entre los brazos y aquélla voz gutural y transformada: “Ya no más tu padre”.
Cierto. Físicamente ya no más. Aunque continuase lustrándole los zapatos y nadie jamás utilizase su sillón de piel. Nunca más su llave en la cerradura aunque creímos oirla infinidad de veces. Porque aunque se le parase el corazón y muriera solo en los lavabos del bar donde acostumbraba a tomar sus carajillos bien cargados no se llevó el miedo, ni la sordidez, ni la miseria que plantaba espléndidamente por toda la casa.
Tuvo un entierro multitudinario, con todos los protocolos, con un montón de gente que nos daba el pésame y a la que desconocíamos por completo. Excepto a él. Yo tenía la vista clavada en los zapatos de salón de terciopelo negro robados a mi madre; a través de ellos me escapaba y nadie lo sabía. Pero él pronunció mi nombre, ignorado por casi todos los asistentes, y yo levanté la mirada y supe quién era, aunque fuera la primera vez que coincidíamos. Había visto en casa fotos de mi padre cuando era joven, mi madre las guardaba en latas de galletas, y de vez en cuando las repasábamos con el cuidado de quien no quiere despertar a quien duerme plácidamente. Era el chico de las fotos, estaba frente a mí, llamándome en un susurro.
Eché a correr, la gente me abría paso como si tuviese una enfermedad contagiosa. Se rompió uno de los tacones, qué lastima que aquello ya no fuese un cuento de la infancia narrado por mi madre de verdad. Arrojé los zapatos y seguí corriendo descalza hasta llegar a casa.
Aunque él lo haya intentado nunca más lo he vuelto a ver.
Podría haber abordado el tema con mi madre, estoy segura de que lo sabía todo, pero también podríamos haber empezado de nuevo, vender la casa, organizar un rastrillo benéfico con las cosas de papá, dejar abiertas todas las ventanas y cantar en la ducha. Pero no lo hicimos.
Nos quedamos esperándolo, comiendo en silencio, paella los domingos con la vajilla de los domingos, consomé los martes, mientras la tele anunciaba como la vida tenía mil rumbos, mil caras, mil nombres que no eran los nuestros y no se detenía.
Huí. Yo no quería ser un resto del naufragio. Tampoco recuerdo haber intentado rescatarla a ella, no tengo madera de heroína. El caso es que a mí me crecieron alas y sentía que todo lo que necesitaba encontrar estaba en la calle.
Nunca me preguntó por qué llegaba tan tarde ni a dónde iba. Encontraba mi ropa recién planchada sobre la cama, la colonia que me gustaba en el lavabo, las tostadas recién hechas para desayunar, pero difícilmente un poro, un hueco, una rendija por la que colarme para recuperarla. Y una se acostumbra a vivir con un ama de llaves que no se mete en tus cosas.
Murió seis años después que papá pidiendo que la enterrasen junto a él.
Yo sí vendí la casa y doné todo lo que era de mi padre. Sin embargo guardo lo poco que ella tenía: algunos de los libros de Isabel Allende que estaban en el trastero, envueltos en su velo de novia dentro de una sombrerera. Cuatro pares de zapatos de tacón del número 39 que es mi número. Sus estuches de maquillaje, revistas de botánica, una combinación única para la Lotería Primitiva y una muñeca de trapo sin terminar de coser que había en su cesta de labor y no sé qué destino tenía.
La busco en todas sus cosas. Trato de comprenderla, de solucionar sin éxito algunos porqués. Pero es la madre que versionaba cuentos y la que me miraba como si nunca pudiera pasarme nada la que mejor recuerdo. La que extraño. La que se evaporó sin darme cuenta como lo hicieron mis diez años.
No ha sido más fácil estando sola.
La memoria pesa.
A veces me gustaría ser Belisa Crepusculario para mejorar la calidad de mis sueños y tener una palabra secreta que espante la melancolía.
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