Como el título de esta novela de Javier Bueno es tan largo como poco acertado, no he podido añadir que esta nueva entrada en el blog pretendía ser la felicitación que cada año cuelgo con motivo del Día del Libro.
La protagonista de esta historia es un “zorra”, en el mal sentido de un término que entrecomillo porque me resulta desagradable utilizar (quizás sea también ésa la razón por la que el autor usa el diminutivo); la muchacha se llama Claudina Richet, es guapa y buena (aunque un poco ingenua) y, además de algunos otros tópicos, vive en París.
Es, seguramente, la obra más deliciosa que he leído en mucho tiempo.
No lo escribo con ironía, sino con el corazón. Nunca dedicaré las páginas de este cuaderno a la crítica corrosiva. Tengo tan poco tiempo y tan poco espacio que, si puedo evitarlo, no lo emplearé en tirar por tierra lo que no me gusta, habiendo, como hay, tanto digno de ser aplaudido y alabado, tanto que merece la pena ser pregonado para que también los demás lo conozcan, empezando por este autor del que ni siquiera se encuentran datos en Internet (donde estamos todos), y del que sólo sé lo que se dice en el envés de la portada de este libro del que os hablo: “Javier Bueno, cuya vida se ha desarrollado principalmente fuera de España, en las oficinas de los organismos internacionales, tiene tras sí una constante y larga labor literaria. En España, antes de 1939, publicó algunas novelas y libros de ensayos. Pero ha sido sobre todo a partir de 1943 cuando se ha entregado a la novela de manera más decidida y apasionada. Domiciliado en Suiza, las primeras ediciones de sus novelas han salido, desde entonces, en francés”. Ojalá que alguno de vosotros lo conozca y pueda añadir algún comentario con más datos, más títulos o algún enlace.
Claudina es uno de esos personajes que, como Alonso Quijano (Don Quijote) o el príncipe Mischkin (el Idiota), resultan tan auténticos que sólo de tarde en tarde se encuentran en los libros… y nunca en la vida real. Incapaz de ver el mal (que quizás sea lo único que le rodea), inmune al desaliento y la desesperanza, nos ayudará a contemplar con ojos inocentes una Francia feliz en vísperas de la ocupación nazi, que nos recuerda a la de los musicales de Gene Nelly y Leslie Caron o las pinturas de Palmero y que, poco después, será invadida y terminará desangrándose en la guerra mundial; cuando ésta termine, se encontrará sumida en la confusión, el odio, el hambre y la miseria… Mas nada de esto será suficiente para que ella, Claudina, pierda su fe en el hombre o su ilusión por la vida.
Para mí, que disfruto con la Literatura, la obra tiene un valor añadido: La originalidad de su escritura… Aunque esto es algo que escribo con letra pequeña, consciente de que, las más de las veces, si una lectura me resulta inusual, puede que sea sólo fruto de mi ignorancia, de que yo no conozca nada de lo que ya exista igual o parecido. En cualquier caso, es un deleite que una obra te sorprenda en este sentido después de casi medio siglo de lecturas, y esta novela lo ha hecho: El narrador es un vecino de Claudia que apenas interviene en la trama, aunque siempre está presente en las páginas del libro, porque es a través de sus diálogos con ella como conocemos los hechos y los personajes; sería un monólogo si el discreto narrador no estuviera presente, pues casi nunca “oímos” lo que él dice, aunque podamos adivinarlo por las palabras de ella. Si hubiera sido una novela habitual, escrita en tercera persona y narrada por este personaje, no hubiéramos podido conocer los pensamientos ni los sentimientos más íntimos de Claudia; y si hubiera estado escrita en primera persona, hubiera perdido la frescura, la espontaneidad, la inocencia de quien, muchas veces, no sabe por qué hace o dice las cosas. La solución de Javier Bueno ha sido este encantador diálogo del que sólo escuchamos una voz, sin que por ello se convierta en un monólogo.
Puede que alguno de vosotros se esté preguntando cómo llegó este libro hasta mis manos. Os aseguro que, sin conocer al autor y con un título tan desafortunado, poca gente sentiría la tentación de comprarlo por su aspecto: Unas tapas completamente en blanco, con un pequeño cuadradito verde en el que, con letra minúscula se leen autor y título. Totalmente anodino y, además, publicado por Ediciones Aguilar en 1963, por lo que también inexistente en los anaqueles de las librerías. Pues bien, este libro me lo encontré tirado y pisado en el rastro de Valencia. Como muchos sabréis, algunos de los vendedores de estos “mercadillos de las pulgas” (por usar otra denominación), cuando se acaba la mañana, si consideran que no les merece la pena llevarse lo que no han vendido, lo abandonan en el sitio aunque, eso sí, destruyéndolo para que nadie lo aproveche: discos partidos con el pie, libros desgarrados, cerámicas estrelladas contra el suelo… y, en medio de tanto escombro y cascote cultural, un montón de desarrapados (entre los que me incluyo, cuando tengo la ocasión), pululando en busca de algo que se haya salvado: una cinta de casete de las que Paco Clavel compraba en las gasolineras, un tebeo que se puede recomponer con un poco de paciencia, una novela del oeste a la que sólo le faltan las tapas, una taza sin asa y, a veces, un libro entero que el chamarilero ha considerado que no merecía la pena hacer el esfuerzo de romper: ¿Quién se va a agachar a coger del suelo La zorrita y los pájaros exóticos?
Yo lo hice el 21 de febrero de 2010. Me agacho por cualquier libro que vea tirado, sea el que sea. Rara vez son títulos que me interesen personalmente; así es que, si ya los conozco, los limpio y los guardo para la biblioteca de Villatoya o para ofrecerlos en el mercadillo de Publicaciones Acumán, convirtiéndolos de este modo en ayuda al tercer mundo… Si me son desconocidos, apunto el lugar y la fecha de su hallazgo y los amontono a la espera de poder hojearlos un día, por si acaso. Os aseguro que me he llevado verdaderas sorpresas, aunque esta deliciosa novela de Javier Bueno quizás haya sido la mayor de todas. Por eso he querido compartir su historia con todos vosotros en este día del libro de 2010. Sé que ya es un poco tarde pero es que a mí me pasa como al personaje del chotis que canta Guillermina Motta: “Siempre estoy corriendo y siempre llego tarde”.
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