miércoles, 26 de julio de 2017

OTRA VEZ JIMÉNEZ LOZANO

Íbamos un día Amador y yo a comprar naranjas. Pero no cuando éramos niños (que quizá también), sino hace poco, esta misma primavera, en Albacete, caminando despacito por la acera en la que daba el sol, como si fuéramos viejos (que quizá también), porque él camina despacio y yo tengo la barba blanca, porque los dos hemos perdido el pelo y porque ya tenemos tantos años como los viejos de verdad… Sólo que a mí a veces aún me quedan ganas de correr. Le propuse que echáramos una carrera, como cuando éramos niños, como cuando nos compraban algunos zapatos nuevos que corrieran más que los viejos que veníamos usando. No quiso y seguimos caminando por el sol y compramos las naranjas y, cuando regresábamos a casa, vimos un hombre que buscaba comida en el interior de un contenedor de basura.
         A lo mejor no buscaba comida y buscaba otra cosa; pero como a lo mejor sí, me acordé de lo que había leído esa misma semana en el periódico y le pregunté a mi hermano si se había enterado de que en algunos pueblos de Valencia, como la Pobla de Vallbona, van a poner multas de 600 euros a quienes pasen hambre.
         Él no me creyó del todo y, como yo le insistiera en que era cierto, me dijo algo así como “Sí, será verdad, pero cuéntamelo como es”.
         Amador quería decir que no se lo contara con los ojos del que  escribe, sino con los ojos del lector de diarios; que le dijera qué es lo que decía exactamente el titular del periódico donde leí la noticia. Lo que el “Levante” del 28 de mayo pasado decía exactamente era: “La Pobla de Vallbona multará con 600 € a los que cojan comida de los contenedores”.         

Pero digo yo que si alguien busca comida en un contenedor de basura será porque tiene hambre, ¿no? ¿O es que habrá quien se piense que lo hace sólo por molestar al alcalde o fastidiar al resto de la Corporación? Si yo fuera alcalde y tuviera un pueblo para mí solo, lo que me molestaría no sería que la gente buscara comida en la basura, sino que la gente tuviera hambre, que tuviera que buscar comida en la basura.

Y qué casualidad que, cuando llegamos a casa de mi madre y me salí a la terraza a leer un libro muy bonito de José Jiménez Lozano, que tiene negras las cubiertas y un pequeño recuadro con un rostro, que parece de una niña con una vela en la mano, pero que también podría ser el Niño Jesús que ve a su padre trabajar en la carpintería, pues va y me encuentro con este cuento que viene a cuento y por eso os cuento:

LOS POBRES DE PEDIR


Muchas veces cuando ya habíamos jugado a todo, jugábamos al final a los pobres que era lo más difícil, porque a lo mejor nos entraba de repente la compasión.
Nos poníamos unas ropas viejas y cogíamos un saco para echárnosle a los hombros y salíamos a pedir. Hacíamos como que llegábamos a la puerta de una casa, y decíamos:
– ¡Una limosna por amor de Dios!
Y entonces a veces nos decían:
– ¡Dios le ampare, hermano! –y no nos daban nada.
Pero en otras casas nos daban un botón o unas recortaduras de patatas, o unas ortigas, que eran como si fueran berzas, y las mondajas como si fueran recortaduras de tocino. Y entonces decíamos:
– Dios se lo pague.
Y, cuando ya teníamos unos cuantos botones y muchas ortigas o mondas de patatas, íbamos a la posada y preguntábamos si podíamos acostarnos allí. Y decía la posadera:
– Vale dos duros.
Y la dábamos dos botones. Y luego preguntábamos:
– ¿Y podría usted guisarnos estas viandas que traemos?
Pero la posadera decía:
– Ésas son porquerías para los cerdos.
Y nos las cogía y las tiraba. Así que entonces sacábamos otro botón para pagar la cena, y la posadera nos ponía un plato en una mesa y comíamos al pozo. Y ella decía:
– Antes de comer, se reza.
– Sí, señora –decíamos nosotros.
Y nos poníamos a rezar. Pero cuando ya estábamos rezando, se presentaban los guardias y decían:
– Quedan ustedes detenidos.
– ¿Qué hemos hecho? –decía unos de nosotros.
Y respondía un guardia:
–Porque son ustedes pobres, y resultan peligrosos.
Entonces intentábamos escaparnos, pero decía la posadera:
– Eso no vale. Os tenéis que dejar llevar a la cárcel como los pobres de verdad, que es como es el juego.
De manera que los guardias sacaban del bolsillo una cuerda y nos ataban las manos, y así nos llevaban a interrogarnos que es lo más bonito porque contábamos la vida de pobre que teníamos y el hambre que pasábamos, y de dónde éramos, y el frío de los inviernos sin un techo donde guarecernos y sin tener a nadie en este mundo que nos amparase. Pero a veces, ya digo, nos entraba a lo mejor entonces, la compasión, y los mismos guardias decían:
– ¡Bueno, bueno! ¡Que no se vuelva a repetir, y a ver si dejan ustedes de ser pobres!
Y nosotros contestábamos:
– ¡Sí, señor! ¡A ver!

14 DE JUNIO DE 2010: CIEN AÑOS DE TORRENTE BALLESTER

Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Gonzalo Torrente Ballester en Los Corrales de Serantes, una aldea gallega cercana a Ferrol que, en algún momento del pasado siglo, se encontraba a dos kilómetros y mil años de distancia de la ciudad. Esto se lo he oído decir al mismo Torrente Ballester en una entrevista que también vosotros podéis ver y escuchar con sólo seguir el atajo de este enlace.
           
 No es la primera vez que hablo en el blog de este escritor, autor de algunas de mis lecturas preferidas; incluso le dediqué una entrada hace poco más de un año, después de leer sus Cuadernos de La Romana. Es posible que, por lo tanto, ya os haya contado todo lo que os pueda decir sobre él y que, al final, ha de resumirse en el consejo de que lo leáis. Aún así, cien años después de su nacimiento, no puedo dejar de volver a mencionarlo y rendirle un pequeño homenaje recordando algunas de sus obras: La saga/fuga de J.B.La princesa durmiente va a la escuelaDon JuanQuizá nos lleve el viento al infinitoFilomeno a mi pesarCrónica del rey pasmado, la trilogía de Los gozos y las sombrasCuadernos de un vate vago
            Siempre estuve convencido de saber el día exacto en el que por primera vez había oído hablar de Gonzalo Torrente Ballester: el siguiente al que fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua. Creía haber leído la noticia en el diario “Pueblo” una tarde en la que, como todas cuando sólo tenía trece o catorce años, al salir de instituto me pasé por la oficina de mi padre para leer el periódico del día anterior, que les había llegado con el correo de la mañana. Nunca olvidaré el olor a tinta de sus páginas, los titulares rojos de su cabecera y de la tercera página en la que aparecían sus artículos de opinión que yo me saltaba en busca de los reportajes, de la crónica de sucesos, la programación de televisión y los pasatiempos, la tira de “Lola” dibujada por Iñigo, su página de contactos (“CQ”), el suplemento literario… Ahí creía haber leído la noticia de su ingreso en la RAE, junto a la estufa de leña que, si era invierno, caldeaba la estancia o junto a la ventana abierta de par en par por la que, si era verano, llegaban los trinos de los pájaros que anidaban en las antenas de televisión de los tejados y las canciones de corro de los niños que jugaban en la plaza. Pero ni lo uno ni lo otro: Gonzalo Torrente Ballester ocupó el sillón “E” de la Academia en 1975, cuando yo ya tenía veinte años y vivía en Valencia; además de que, como conté la vez anteriorya había visto escritos suyos en La Estafeta Literaria (aunque no los recordara),  y él había sido el autor de Aprendiz de hombre, uno de los libros de texto que estudié en bachillerato.
            Lo que sí es cierto es que no fui consciente de lo mucho que me gustaba lo que escribía ese hombre hasta que devoré La saga/fuga de J.B. y pensé que, entre mis preferidos, merecía estar junto a Gabriel García Márquez, Miguel de Cervantes, Julio Cortázar y pocos más. Sin embargo, y pese a lo famoso que se hizo con la serie de televisión que se basó en su trilogía deLos gozos y las sombras (interpretada por una turbadora Charo López que, curiosamente, había sido alumna suya en el instituto de Salamanca), pese al Premio Planeta con Filomeno a mi pesar,pese al Premio Príncipe de Asturias en 1982 y al Premio Cervantes en 1985, pese a todos los éxitos que obtuvo y honores que se le rindieron hasta que falleció el 27 de enero de 1999, sólo he encontrado una persona que hable de él con el mismo entusiasmo que yo puedo hacerlo: José Pablo Bordás, quien casi parece que cuenta un cuento cuando narra cómo leyó el final de Quizá nos lleve el viento al infinito, sentado en una silla en medio del salón de su casa mientras, emocionado, las lágrimas le escurrían por las mejillas y las lentejas se le quemaban en la olvidada cazuela que había puesto a calentar en la cocina.


            Hoy, cien años después de que naciera en aquella aldea gallega y medieval, quiero rendirle homenaje una vez más y agradecerle así tantas horas de placer como me han proporcionado la lectura de las páginas que escribió, tantos sentimientos como me despertó, tantas sonrisas que me arrancó y alguna que otra lágrima que, como a José Pablo, se me escapó emocionado con su prosa.

CUANDO SHLEMEL FUE A VARSOVIA (ISAAC BASHEVIS SINGER)

Si alguna vez me habéis oído contar un cuento, es muy probable que haya sido el de “Cuando Shlemel fue a Varsovia”, del polaco Isaac Bashevis Singer. Como me cuesta mucho pronunciar “Shlemel” (en realidad no sé cómo hacerlo), suelo castellanizar el relato, llamando Samuel al protagonista y haciéndole ir a Valencia, desde el lugar en el que me hayan invitado a contar esta historia que conozco desde el 5 de diciembre de 1978.
Chima, mi pareja de entonces, se había puesto enferma y tenía que guardar cama. Vivíamos en Ayora, en la calle de La Marquesa (siempre lo puntualizo, porque era y seguirá siendo la más importante del pueblo), encima de la bodega de Benito. Al día siguiente se iba a celebrar el referéndum por el que se aprobó la Constitución Española. Para velar a mi compañera me compré un libro en la imprenta de Alvero, que era la única librería del pueblo. Me decanté por una colección de cuentos del que había sido galardonado ese año con el premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer, de quien nunca antes había oído hablar, y aquella misma mañana, sentado en una mecedora junto al balcón que daba a la calle, al lado de la cama en la que Chima dormitaba, fascinado, me leí de un tirón los ocho relatos del libro, protagonizados por Shlemel y ambientados todos ellos en el pueblecito de Chelm, cuyos destinos se rigen por un Consejo de Ancianos, venerables todos, pero locos de atar; donde una cuchara sopera de plata puede parir cada noche una cucharilla de té y una vaca poner huevos en los tejados de las casas.
Leí luego otros libros del autor: “La casa de Jampol”, “Shosha”, “Un amigo de Kafka” y, un par veces, “El mago de Lublin”, mi preferido, junto a estos relatos de la aldea de Chelm. Hace sólo unos días que he terminado la lectura de “La destrucción de Kreshev”. Sumergirme de nuevo en el universo de este interesante autor, me ha hecho recordar las circunstancias y los cuentos con que lo conocí; recuerdos que ahora quiero compartir con vosotros, a través del blog, con lo que acabo de contaros y con la invitación a la lectura de mi relato preferido, el que casi siempre cuento cuando cuento un cuento:

Aunque Shlemel era un vago y un dormilón de mucho cuidado, siempre había rondado por su cabeza la idea de hacer un largo viaje. Había oído muchas historias de países lejanos, de grandes desiertos, de profundos océanos y de altas montañas, y a menudo le decía a su mujer que algún día emprendería un largo viaje. Y ella siempre le decía:

– Shlemel, no estás tú hecho para estos trotes... Lo tuyo es quedarte en casa y cuidar de los niños, mientras yo voy al mercado a vender las verduras.

Y sin embargo, Shlemel no podía abandonar su gran sueño de viajar por el mundo y ver todas sus maravillas.

Y he aquí que llegó a Chelm, el pueblo de Shlemel, un viajante que había visitado la ciudad de Varsovia, y se deshacía en elogios de las grandes avenidas, los bellos edificios y las elegantes tiendas de la capital. Y Shlemel decidió que tenía que ir a ver esta gran ciudad con sus propios ojos. Y comenzó a prepararse para el gran viaje aunque pronto se dio cuenta de que no tenía nada que llevar, que tendría que viajar con la misma ropa que llevaba puesta. Así es que una mañana, después que su mujer se fuera al mercado, se dispuso a partir. Le dijo a su hijo mayor que se quedara en casa cuidando de los pequeños, y cogiendo unas rebanadas de pan, una cebolla y unas cabezas de ajo, inició su viaje.

Había una calle en Chelm que se llamaba, precisamente, Calle de Varsovia, y Shlemel estaba convencido de que, siguiendo esta calle, llegaría a la gran ciudad. Algunos vecinos se extrañaban de verle andar tan decidido y le preguntaban adónde iba. Shlemel les contestaba que se iba a Varsovia.

– ¿Y qué vas a hacer tú en Varsovia?

– Pues lo mismo que hago en Chelm, -decía Shlemel-. Es decir,nada.

Pronto llegó a las afueras de su pueblo. Las casas iban desapareciendo y en su lugar se veían grandes pastos y campos de trigo y otros cereales. Un campesino que conducía una carreta de bueyes le saludó con la mano. Después de varias horas de andar, Shlemel notó que estaba cansado. En vista de lo cual se sentó en la cuneta y decidió echarse una siesta. Pero antes de dormirse, pensó:

– Cuando despierte y vuelva al camino, ya no sabré cuál es la dirección de Varsovia.

Después de reflexionar unos minutos, se quitó las botas que llevaba puestas y las colocó de tal manera que la puntera señalaba hacia Varsovia, y el talón hacia su pueblo, Chelm. Pronto se quedó dormido, y soñó que era un panadero y que su especialidad eran los panecillos de cebolla. Los clientes acudían a comprárselos, pero él les decía:

– No, lo siento... estos panecillos no están a la venta...

– ¿Y para quién son? -le preguntaban.

– Son para mi mujer, para mis hijos... y para mí.

Después soñó que era el rey de Chelm. Y una vez al año, en vez de pagarle impuestos, cada ciudadano le traía un tarro de confitura de fresa. Shlemel recibía los obsequios de su pueblo sentado en un trono de oro, rodeado de la señora Shlemel, la reina, y de sus hijos, los principitos. Toda la familia real comía los panecillos de cebolla, untados en la deliciosa confitura de fresa. Entonces llegaba una carroza, que les conducía a Varsovia primero, a América después, y finalmente al río Sambatión, aquel río de los cuentos que echaba piedras por la boca, excepto los domingos, que es el día en el que todo el mundo descansa, incluso los ríos...

Cerca del lugar donde dormía Shlemel, vivía un viejo herrero que era muy bromista. Así que cuando vio que Shlemel se había dormido con las botas señalando hacia Varsovia, quiso gastarle una broma y dio la vuelta a las botas de forma que señalaran hacia Chelm.

Cuando Shlemel se despertó, sintió un apetito devorador. En un momento se comió las provisiones que llevaba y se dispuso a continuar viaje. Entonces cogió las botas y se las puso, no sin antes comprobar la dirección en la que señalaban.

Una vez en el camino, siguió la dirección de las botas. A medida que avanzaba, el paisaje le resultaba extrañamente familiar. Veía, claro está, las casas que ya había visto antes... Y no sólo las casas le eran familiares, sino también la gente con la que se encontraba. Shlemel pensó que había llegado a otra ciudad. Y si esto era así, ¿por qué demonios se parecía tanto a Chelm? Para salir de dudas, le preguntó a un hombre que pasaba por allí, cómo se llamaba aquel pueblo.

– Chelm, -le respondió.

Shlemel no salía de su asombro. Resulta que había estado andando durante toda una jornada y que, al llegar la tarde, había llegado a un pueblo... ¡que también se llamaba Chelm! Daba vueltas y más vueltas en su cabeza a este enigma y trataba de hallar la solución al acertijo. Hasta que, por fin, dándose un golpe en la frente, creyó entender lo que había ocurrido:

"¡Ya está! -pensó-. Debe de haber dos Chelms, el de arriba y el de abajo. Éste debe ser el Chelm de abajo".

De todas maneras, le parecía muy extraño a Shlemel que las calles, las casas e incluso las gentes de Chelm de abajo fuesen tan parecidas a las de Chelm de arriba. No sabía Shlemel cómo explicarse esta semejanza, hasta que se acordó de un viejo proverbio que decía: "El mundo es el mismo en todas partes". Si esto era verdad ¿por qué no iba a parecerse el Chelm de abajo al Chelm de arriba? La sabiduría de este viejo proverbio llenó a Shlemelde intensa satisfacción. Pensó que, seguramente, en Chelm de abajo habría una calle parecida a su calle... y quizá una casa parecida a su casa. Y, efectivamente, pronto encontró una calle idéntica a la suya, que también tenía una casa que parecía la gemela de su casa. Caía la tarde y se decidió a llamar a la puerta. Cuál no sería su sorpresa al ver que una segunda señora Shlemel le abría la puerta... y al comprobar que los hijos de la señora Shlemel se parecían a los suyos tanto, que habría sido capaz de confundirlos... Todo le recordaba a su casa, incluso los gritos con que le recibió esta segunda señora Shlemel, la Shlemelde abajo:

– ¡Anda, entra, bribón!... ¿Se puede saber dónde has estado todo el día? ¿Y qué demonios llevas en ese hatillo?

Los niños corrían hacia él y le decían:

– Papá, papá ¿dónde has estado?

Shlemel estiró su cuerpo, y con voz solemne anunció:

– Señora, usted se confunde... yo no soy su marido... y vosotros, niños, debéis saber que yo no soy vuestro padre.

– ¿Pero es que te has vuelto loco? -exclamó la señora Shlemel.
– Yo, señora, vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo, -le contestó el señor Shlemel.
La señora Shlemel se llevó las manos a la cabeza y daba tales gritos que los niños se refugiaron debajo de la mesa camilla:
– ¡Ay hijos míos!... ¡qué desgracia! ¡Vuestro padre se ha vuelto loco!
Mandó a uno de sus hijos a por el señor Gimpel, el curandero del pueblo. Los vecinos, a los gritos de la señora, habían acudido a la casa de los Shlemel. En medio de todos ellos, el señor Shlemel decía:
– Es cierto que todos vosotros os parecéis mucho a los vecinos de mi pueblo, pero no podéis ser los mismos por la sencilla razón de que yo vivo en Chelm de arriba... y esto es Chelm de abajo.
– Shlemel ¿se puede saber lo que te pasa? -le preguntó un vecino-. ¿Es que no reconoces a tu vecino, a tus hijos... a tu misma mujer?
– Es que no entendéis lo que me pasa... Resulta que yo voy de viaje a Varsovia. Esta mañana yo he salido de mi pueblo, que se llama Chelm, y he andado toda una jornada... Por lo tanto, éste es otro Chelm, un Chelm que se encuentra entre mi pueblo y la ciudad de Varsovia... éste debe ser Chelm de abajo.
– No sabemos de qué estás hablando, -le decían los vecinos.
Pero él insistía:
– Lo que ocurre es que los habitantes de Chelm de arriba se parecen mucho a los de Chelm de abajo... por eso os confundís y creéis que yo soy el Shlemel de abajo... cuando, en realidad, soy el Shlemel de arriba.
– Si tú no eres mi marido ¿me puedes decir dónde demonios se ha metido? -le dijo su mujer, encarándose con él, y tirándole de los pelos.
– Pero buena mujer, cálmese, -decía Shlemel-.¿Cómo quiere que sepa dónde está su marido?
Algunos vecinos reían ante este espectáculo... otros, por el contrario, lloraban. Gimpel, el curandero, dijo que no podía curar la enfermedad del señor Shlemel. Los vecinos regresaron a sus casas.
Esa noche, la señora Shlemel había preparado habas con carne para la cena, que era el plato favorito de su marido:
– Anda, siéntate y come... que aunque estés loco, los locos también comen.
– Señora, ¿por qué se toma usted estas molestias con un forastero? -le preguntó Shlemel.
– Calla y come, -replicó su mujer-. Aunque te debería dar pienso en vez de comida, por lo asno que eres... y luego, vete a dormir, a ver si mañana has vuelto en tu juicio.
– Señora Shlemel, permítame que le diga que es usted una buena mujer... Estoy seguro de que mi esposa nunca habría dado de comer a un forastero. Después de todo, veo que hay algunas diferencias entre el Chelm de arriba, y el de abajo... me quedo con éste.
Las habas despedían un aroma tan intenso que no hizo falta animar a Shlemel. Y mientras comía, les decía a los niños:
– Queridos niños, debéis saber que yo vivo en una casa exactamente igual que ésta. Tengo una mujer que se parece a vuestra madre como dos gotas de agua; y tengo unos hijos, igualitos avosotros...
Al oír hablar así a su padre, los hijos pequeños reían... los mayores, lloraban. Mientras, la madre no hacía más que lamentarse:
– ¡Ay, Dios mío... qué pena más grande! ¿Qué he hecho yo para merecer esta desgracia...? ¡Cómo si no tuviera ya bastante con tener que aguantar a Shlemel el vago! ¡Ahora, encima, a Shlemel el loco! ¿Y qué voy a hacer ahora? ¿Con quién podré dejar a mis hijos cuando vaya al mercado? ¡Ni para eso servirá ya este hombre!
Y seguía lamentándose mientras hacía la cama de su nuevo "huésped". En cuanto Shlemel dio con sus huesos en la cama, se quedó profundamente dormido. Soñó, de nuevo, que era el rey de Chelm, y que su mujer, la reina, le preparaba su postre favorito: los buñuelos. Algunos los rellenaba de crema, otros de confitura de fresa o de mora, y todos los bautizaba con polvo de canela, y azúcar. Shlemel soñó que se comía lo menos veinte, y que el resto se los guardaba debajo de la corona, para luego.
Al despertarse por la mañana, vio que los vecinos habían acudido de nuevo a la casa. La propia señora Shlemel tenía los ojos rojos de tanto llorar. Shlemel iba a regañarla por haber dejado entrar a tanta gente en la casa, pero de pronto se detuvo y pensó:
– Al fin y al cabo, yo aquí no soy más que un forastero, no puedo mandar sobre nadie... Si ahora estuviera en mi casa me lavaría, me vestiría, almorzaría... pero aquí la verdad es que no sé qué hacer.
Y como siempre hacía cuando no sabía qué hacer, empezó a mesarse la barba. Finalmente, decidió levantarse de la cama. Pero tan pronto como hubo puesto los pies en el suelo, oyó los gritos histéricos de la señora Shlemel:
– ¡No le dejen marchar, por Dios, por Dios, no le dejen marchar! ¡Seré una mujer abandonada! ¡Prefiero tener un Shlemel loco a no tener ninguno!
En ese momento se dejó oír la voz de Baruch, el panadero:
– Llevémosle ante el Consejo de Ancianos. ¡Ellos sabrán quéhacer con él!
Y así se hizo, a pesar de las promesas de Shlemel que decía que él era un ciudadano de Chelm de Arriba y que, por lo tanto, el Consejo de Ancianos de Chelm de Abajo no tenía ninguna autoridad sobre él. Pero no pudo resistirse a los vecinos, que le vistieron, le pusieron su gorra, y le condujeron a la casa de Gronan, apodado el Buey. Los ancianos se habían reunido ya en casa de Gronan, alertados por éste sobre la gravedad del caso que se les presentaba.
Y efectivamente, cuando llegaron los vecinos trayendo a Shlemel, el Consejo se hallaba ya en plena reunión. En aquellos momentos, uno de los ancianos llamado Lepe el Listo decía a los demás:
– Hay que considerar la posibilidad de que, efectivamente, existan dos Chelms.
– ¿Y por qué no tres, cuatro... o ciento? -le replicaba Aguado el Agudo.
– Pero suponiendo que haya cien Chelms. ¿Creéis vosotros que en cada uno de ellos han de soportar a un Shlemel? -opinaba Federico, el Pico... de Oro.
Gronan el Buey, presidía el Consejo de Ancianos. Escuchaba con atención a cada uno de ellos, pero no se decidía a opinar. Sin embargo, los nervios abultados de su frente protuberante indicaban que su mente trabajaba ¡a toda máquina! Por fin se decidió a interrogar aShlemel:
– Ven y siéntate ante mí. Mírame a la cara. ¿Me reconoces?
– Claro que te reconozco, -le contestó Shlemel-. Tú te llamas Gronan de nombre y de apodo, el Buey.
– Y en Chelm, el pueblo donde tú vives, ¿existe también un Gronan el Buey?
– Sí, también hay un hombre que se llama Gronan, que se apoda el Buey, y que se parece a ti, como un guisante se parece a otro guisante.
– Bien, -dijo Gronan, limpiándose el sudor que tenía en la frente-. Y ¿no podría ser que tú, cuando ibas camino de Varsovia, dieras la vuelta sobre tus pasos y volvieras a Chelm, sin darte cuenta?
– Imposible, -le contestó Shlemel-. ¿Qué crees que soy, una veleta?
– En tal caso, tú no eres el marido de la señora Shlemel- dijo Gronan.
– Es cierto. Yo no soy su marido.
– Si tú no eres el marido de esta señora, -continuó el Buey-, ello significa que el verdadero marido de la señora Shlemel se marchó precisamente el día en que llegaste tú, ¿no es así?
– Así parece ser, -contestó Shlemel.
– En cuyo caso, es lo más probable que regrese junto a su mujer.
– Probablemente, -dijo Shlemel, para no llevar la contraria.
– Vistas y oídas las declaraciones del acusado, -sentenció el Buey-, yo opino que este Shlemel debe permanecer en Chelm, a la espera de que regrese el verdadero Shlemel,cuyo regreso aclarará definitivamente este caso, -dictaminó Gronam-. ¡Y se quedó tan ancho!
En cambio, la señora Shlemel no pudo ocultar su indignación al oír la sentencia del Consejo de Ancianos:
– Queridos ancianos ¿qué venda os han puesto en los ojos? ¿No os dais cuenta de que no hay que esperar ningún regreso, que Shlemel ya ha regresado, que este es el verdadero Shlemel. ¡Dios mío, yo que me quejaba de tener un marido, y ahora resulta que voy a tener dos!
– Sea cual sea la identidad de este hombre, -perseveró el Buey-, es preciso que, de momento, este hombre y tú, desdichada mujer, no viváis bajo el mismo techo.
– Entonces ¿dónde voy a vivir? -preguntóShlemel.
– Puedes vivir en la Casa de los Pobres, -le dijo Gronan.
– ¿Y qué voy a hacer yo en la Casa de los Pobres? -preguntó Shlemel.
– Pues lo mismo que hacías en tu casa... es decir, nada -sentenció el Buey.
– Y entonces, -protestó la señora Shlemel-. ¿Quién cuidará de mis hijos cuando yo vaya al mercado a vender las verduras? Además... yo necesito un marido... y me conformo con éste, aunque no sea el mío.
– Señora Shlemel, -le conminó Gronan-. El Consejo de Ancianos no tiene la culpa de que su marido la haya abandonado para marcharse a Varsovia. Tenga paciencia y espere a que regrese.
La señora Shlemel rompió a llorar, y los niños lloraban también a moco tendido.
– ¡Qué extraño es todo esto! -se maravillaba Shlemel-. Yo recuerdo que mi mujer no hacía más que regañarme, y habría sido incapaz de derramar una sola lágrima por mí. Y estos forasteros, en cambio, me tienen un gran cariño y quieren que viva con ellos. Decididamente ¡el Chelm de abajo es muy superior al Chelm de arriba!
– ¡Alto ahí! -interrumpió Gronan el Buey-. He tenido una idea.
– ¿Y cuál es tu idea, si puede saberse? -le preguntó Aguado el Agudo.
– Si mandamos a Shlemel a vivir a la Casa de los Pobres, tendremos que contratar a alguien para que ayude a la señora Shlemel a cuidar de sus hijos, cuando ella esté en el mercado. Pues bien, se me ocurre que podremos contratar a Shlemel para este trabajo. Es cierto que no es el verdadero señor Shlemel y que, por lo tanto, no es el verdadero padre de las criaturas. Pero se parece tanto al propio señor Shlemel que los niños no le extrañarán en absoluto.
– ¡Qué idea más brillante, -constató Federico el Pico.
– ¡Parece juicio de Salomón! -se admiró otro anciano, Samuel el Lebrel.
– ¡Sólo a los Ancianos de Chelm podría habérseles ocurrido solución tan brillante al problema que tenían planteado! -exclamó Mauricio el Pontificio.
– ¿Cuánto quieres que se te pague, -le preguntó Gronan aS hlemel- para cuidar a los hijos de la señora Shlemel?
Shlemel hubo de pensárselo unos instantes. Después respondió:
– Tres monedas cada día.
– ¡Necio, estúpido! -le increpó su mujer, que estaba muy atenta al diálogo-. Tres monedas es una miseria... ¡has de pedir seis, por lo menos!
Y corriendo hacia él, le dio un pellizco retorcido en el brazo.
– ¡Caramba! -exclamó Shlemel-. ¡Pellizca igualito que mi mujer!
Los ancianos se reunieron de nuevo en consulta. El presupuesto municipal era, desde luego, muy reducido. Finalmente, Gronan anunció:
– Tres monedas parecen poco, pero seis son demasiadas. Hay que llegar a un compromiso. Por tratarse de un forastero, le pagaremos cinco monedas.
– ¿Y hasta cuándo podré tener este empleo? -preguntó Shlemel.
– Pues hasta que el verdadero Shlemel vuelva a su casa, -le contestó Gronan.
La sentencia de Gronan fue muy aplaudida en todo el pueblo. La gente admiraba el juicio y la discreción de su Consejo de Ancianos. Y Shlemel comenzó... ¡su nuevo trabajo! Al principio, Shlemel se guardaba las monedas que el Consejo de Ancianos le pagaba.
– Si yo no soy tu marido, no tengo por qué mantenerte, -le decía a la señoraShlemel.
– En ese caso, -le contestaba la señora-, no esperes que te lave la ropa, que te cosa los botones, que te haga la comida... ¡puesto que yo tampoco soy tu mujer!
Shlemel se avino a razones, y desde entonces entregaba puntualmente su paga a la señora Shlemel.Lo cual era un acontecimiento, porque ésta nunca había recibido ni cinco céntimos del vago de su marido. Se ponía de buen humor y le decía a Shlemel:
– ¡Lástima que no decidieras ir a Varsovia hace diez años! ¡A estas horas, seríamos ricos!
– Y dígame, señora Shlemel-le preguntaba él, cortésmente- ¿no echa usted de menos nunca a su marido?
A lo que doña Shlemel replicaba:
– ¿Y tú, granuja? ¿No echas tú de menos a tu señora Shlemel?
Ni el uno ni el otro decían echar de menos a sus cónyuges, y siguieron viviendo juntos tan campantes.
Pasaron los años y no aparecía ningún otro Shlemel por Chelm. Esto preocupaba al Consejo de Ancianos, y había teorías para todos los gustos. Federico el Pico decía que Shlemel habría cruzado las montañas y se lo habrían comido los caníbales. Mauricio el Pontificio opinaba que lo más probable era que Shlemel hubiera entrado en las cuevas del mismísimo Asmodeo, príncipe de las Tinieblas, y que allí le habrían obligado a matrimoniar con cualquier diabla. Aguado el Agudo estaba convencido de que Shlemel había llegado al fin del mundo, que había seguido andando, y que, por lo tanto, se había caído al precipicio. Había, pues, teorías para todos los gustos. Incluso había quien pensaba que el verdadero Shlemel había sufrido una amnesia, es decir, había perdido la memoria y se había olvidado de quién era. Estas cosas pueden ocurrir hasta en las mejores familias...
Gronan el Buey era hombre liberal. Él tenía sus ideas pero no le gustaba imponerlas sobre los demás. Allá cada cual con su criterio. Sin embargo, él estaba convencido de que el verdadero Shlemel había ido al otro Chelm, y que en el Chelm de Arriba había tenido la misma experiencia que su tocayo en el Chelm de Abajo. Creía firmemente que el Consejo de Ancianos del otro Chelm le había ofrecido el trabajo de cuidar de los niños de la otra señora Shlemel,y que la paga también era de cinco monedas diarias...
En cuanto al propio Shlemel, no sabía qué pensar. Los niños de la señora Shlemel crecían y pronto se valdrían por sí mismos. A veces, Shlemel se preguntaba: ¿Dónde está el otro Shlemel? ¿Cuándo regresará a su hogar? ¿Y mi mujer, qué hace? ¿Me está esperando... o ha encontrado a otro señor Shlemel? Eran preguntas a las que no hallaba respuesta. De vez en cuando a Shlemel le entraba el remusguillo de viajar. Pero ¿para qué? -pensaba-, ¿qué necesidad hay de viajar si los caminos no llevan a ninguna parte... o mejor dicho, si todos los caminos llevan a Chelm? Y así, compuso esta pequeña canción...
"Todos los caminos llevan a Roma
decía el caminante...
mas yo os digo, y soy testigo,
de que nuestro pueblo de Chelm

de todo el mundo es el ombligo".

LAS CEREZAS (RAFAEL CAMARASA)

CEREZAS (RAFAEL CAMARASA)

Cuando seleccionábamos los cuentos y poemas que este año habían de pasar al Jurado Final del Certamen Literario “Emilio Murcia”, Noelia me habló con entusiasmo del que era su favorito: Seis. Su lectura me hizo recordar uno de mis relatos favoritos, uno de Rafael Camarasa que se llama Mapas y que había ganado el Certamen Flor de Cactus en 1997.   Seis no obtuvo el premio, pero el Jurado le hizo una mención especial y propuso su publicación; así es que hubo de abrirse la plica y se supo que el autor era Rafael Camarasa, del que además yo había leído otro par de libros de poemas: La ciudad sin mar y Algunos corazones solitarios, que sin embargo no me habían dejado tanta huella.
            Esto que acabo de contar me ha permitido volver a ponerme en contacto con este joven autor valenciano (aunque lo de “joven” siempre es relativo y depende de quién lo diga o quién lo escuche), que me ha puesto al corriente de sus últimas publicaciones: El libro de relatos Feos (“Todos los feos escribimos, pintamos o soñamos”, me escribió en la dedicatoria… gracias por la parte que me toca), y el de poemas Cabos sueltos.
            Como el que más me sigue gustando de todos es el de Mapas le pedí que me dejara compartirlo con todos vosotros. Le pareció bien y me lo envió digitalizado… pero descubrí que era demasiado largo para leerlo como “post del blog” (“artículo o entrada de la bitácora”, debería escribir), así es que decidí crear este acceso directopara el que tenga ganas de leerlo con más calma y, en su lugar, colocar este poema de su último libro, que me emocionó hasta las lágrimas… ¿Por qué? Explicarlo sería tema para una “carta abierta” y aquí estoy compartiendo “lo que escriben mis amigos”:

CEREZAS

En la pizarra de la cocina dejaste
un recordatorio para el día siguiente:
“Hay que comprar cerezas”.
Y yo me sentí feliz
Sólo porque existía un espacio
vacío en nuestro frutero
y éste ocupaba su lugar de siempre
en un rincón de la nevera,
y esa máquina de frío
habitaba en silencio la cocina
de esta casa recién pintada
en la que hemos compartido las cerezas
que faltaban en el recipiente
que esperaba en el frigorífico.
Y porque en aquel detalle tan nimio,
parecido a tantos otros,
de escribir con tu letra redonda
algo que anoche faltó en la mesa
-aunque nunca lo había pensado
y tú ni siquiera lo sospeches-
residía el gesto de seguir,
de continuar un rumbo que me incluye:
nadie se preocupa por la ausencia
de unas cerezas en su vida
cuando piensa en arrojar la toalla,
en marcharse sin volver el rostro.
Así que aquella frase tan simple
que cruzaba la superficie de la pizarra
y que a nadie que visitase la casa
descubriría nada sobre sus moradores,
se convirtió en una de esas señales
que dejamos en los libros de cabecera
y nos indican a la noche siguiente
la página donde nos quedamos.
(Sé que una marca no me asegura
que volverás a por el libro de tu mesilla,
pero sí que tenías esa intención
al doblar el ángulo de la hoja).
Esta mañana cuando llegaste
con el bolso lleno de cerezas
y las dejaste junto a las que yo
compré al pasar por el mercado,
sonreímos pero cada uno
lo hizo por una cosa.
A ti te resultó gracioso
que los dos nos acordáramos.
yo tan sólo te agradecía
que hubieras confirmado el presagio.

LOS ANÓNIMOS DE FELISBERTO HERNÁNDEZ


Además de energía, las centrales nucleares pueden generar cuentos y poemas; al menos cuando están en fase de construcción, que es como yo las conozco. Muchos de quienes me leen ignoran que, durante algunos años, trabajé en una de ellas. A quienes (cuando se enteran), se llevan las manos a la cabeza y, rasgándose las vestiduras, prometen no volver a leerme nunca más, los tranquilizo explicándoles que, gracias a mí, la central tardó más en ser construida: sin mí, hubiera estado en funcionamiento mucho antes.

Desempeñaba mi trabajo en un archivo de documentación, donde se reproducían y guardaban los miles y miles de planos que diseñaban en los diversos departamentos: obra civil, montajes eléctricos, programación, garantía de calidad… Allí, en mi oficina, conocí a Felisberto Hernández; pero tanto esto como su nombre no lo supe hasta mucho después de que Alicia recibiera el primer “anónimo” firmado por él:

“En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta (…) no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”.

Alicia, cuyo nombre he olvidado, pese a que recuerdo con perfecta nitidez el negro intenso de su pelo ondulado, la perezosa caída de sus párpados y la timidez de su sonrisa, trabajaba en otro departamento de mi misma oficina, no en el archivo. Aunque yo nunca pensé que lo fuese, decían que era fea; quizás por eso creyó que aquellas palabras abandonadas sobre su mesa, cuidadosamente caligrafiadas, no eran para ella; quizás por eso se enojó cuando apareció el segundo anónimo:

“Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes”.

Amenazó con decírselo a su marido, un hombre bello, corpulento y mujeriego, uno de los jóvenes ingenieros que, cuando se acabara la obra, dirigirían la central, y que nunca dejaba de vigilarla, ni en el trabajo ni fuera de él. Aún así, su admirador, quien quiera que fuese, no se amedrantó y envió un tercer mensaje:

“Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada”.

Si aquella primavera ya hubiera existido Internet, hubiera sido fácil descubrir que el autor de tan bellos textos era Felisberto Hernández, escritor uruguayo del que nunca se puede leer mucho porque siempre resulta difícil encontrar sus escasos títulos, pese a que (o porque), como dijo Italo Calvino, “es un autor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos”. ¿Era él quién mandaba los “anónimos” a Alicia? Estoy casi convencido de que no, puesto que había muerto en 1964, después de haberse ganando la vida acompañando al piano películas mudas. Su paisano Carlos Vaz Ferreira, filósofo, afirmó sobre él que “posiblemente no haya en el mundo más de diez personas a las cuales les resulte interesante, y yo me considero una de ellas”… Como yo soy otra, sólo queda sitio para ocho de vosotros: No os demoréis en leerlo.

Algunos años después, cuando ya había dejado el oficio de constructor de centrales nucleares para dedicarme a otros menesteres, me crucé con Alicia. Por primera vez iba sola y su sonrisa ya no era tímida, sino franca y abierta. No me reconoció, así es que pude observarla tranquilamente. Parecía feliz y nadie hubiera dicho que no era una mujer hermosa… Cuando regresé a casa, busqué los dos libros que había conseguido de Felisberto Hernández (“La casa inundada” y “Las Hortensias”). Volví a leerlos, preguntándome esta vez si Alicia y él no se habrían encontrado en la vida real, lejos del archivo donde yo los conocí.