Hace tiempo que perdí la cuenta del que ha transcurrido desde la última vez que vi a Manuel Merenciano. Hoy, cuando camino de Valencia pensaba que lo vería en la Feria del Libro, firmando ejemplares de su última novela ("El dulce aroma de la madreselva"), he llegado a pensar que tal vez sólo lo había visto una vez en la vida: Durante el fin de semana que estuvo en Villatoya, con su mujer y sus hijos, en la entrega de premios del X Certamen Literario Emilio Murcia… Pero de esto han pasado tres años y, sin embargo, la sensación era la de habernos visto hace poco tiempo, la de haber estado en permanente contacto. Cuando llego a los Viveros, la mañana está gris y algo húmeda, pero no desapacible. La feria acaba de abrir sus puertas y ya hay gente paseando ante las casetas. Algunos hacen cola para que el autor de turno les firme su ejemplar; en la de Manuel Merenciano casi tantos como en la de Rosa Montero, que parece que va a ser la protagonista de la mañana. Tengo que esperar a que firme algunos antes de que se dé cuenta de mi presencia y salga a abrazarme. Le cuento la duda que me ha surgido en el camino y me confirma que, efectivamente, sólo llegamos a vernos en aquel abril de 2008; nunca hemos podido volver a coincidir, aunque él me ha tenido al corriente de sus publicaciones, de los éxitos de sus deliciosos microrrelatos; me ha invitado a cada una de las presentaciones de sus libros (me viene a la cabeza la de "Relatos turbios"), a la de la revista "El Problema de Yorick"… Nunca he podido asistir pero, con esto de Internet: el mutuo seguimiento de nuestros blogs, el contacto permanente a través de Facebook, los amigos comunes (Puri Novella, Pedro Uris, Eloy M. Cebrián…), parece que nos estemos viendo con frecuencia. Desde que leí "Ventanas" (el relato que se le premió en Villatoya), y conocí a Manuel Merenciano, he tenido la intención de colocar alguno de sus cuentos en el blog, para compartir el hallazgo con todos vosotros. Es más, desde que lo leí, le pedí permiso para pasaros el que se titula "Solaz". Pese a su brevedad, es un buen ejemplo de lo que este autor escribe, de esa habilidad que tiene no sólo para mostrar la violencia como un elemento más de lo cotidiano, sino para conseguir que el lector “huela” la violencia incluso antes de que ésta se haga presente. Algo que, por ejemplo, engancha desde la primera página de esta novela, "El dulce aroma de la madreselva", que esta mañana me ha regalado con su firma y que he empezado a leer allí mismo, en los Viveros, tomando una taza de café, y cuya lectura quiero continuar ahora mismo, tomando una infusión, antes de acostarme. Por eso os dejo aquí con su relato. Si os sabe a poco, no dejéis de visitar su página (tenéis el enlace en la columna de la derecha); en ella vais a encontrar otros muchos igual de buenos.
SOLAZ Rodeo el chaflán y aminoro el paso. Me deshago del palo de béisbol. Por fin he dado esquinazo al coche patrulla. No sé de dónde narices surgió tras propinarle la tunda al jodido negro. Elevo las solapas de la trinchera y cobijo mis manos en los bolsillos. Deambulo sin rumbo aparente. La noche es hermética, confusa, tensa. Una puta se aproxima. «¿Pistola o navaja?», me cuestiono con ironía. Acaricio la tersura del arma blanca mientras una ingrávida sacudida agita mi espinazo. Sudo profusamente. «Treinta euros por una mamada», dice, oteando inquieta en rededor. Insinúo con una mueca la hondura del callejón. Titubea recelosa y asiente. Nos disipamos traspasando una bruma imprecisa y se postra ante mí. Hurga en mi bragueta con sus dedos nervudos, toscos. Luego aplica la lengua traviesa, los labios pulposos... Cuando vacía el énfasis de mis latidos, alza su mirada encogida esperando inútilmente un mohín de aquiescencia. Aprieto entonces los dientes y hundo la navaja en su garganta. Una..., dos..., tres veces. Se orina. Sus lamentos desconsolados me obligan a cegarle la boca hasta que se desmorona sobre un lodazal de sangre. Convulsiona. Le arrebato el gabán y ella exhibe su patética desnudez. Nauseabundo; luce un trasero carnoso, sucio y rosado como el culo de un cerdo. Vuelvo a escuchar la sirena. ¡Mierda!, nunca adivino por qué flanco aparecerán. Es inútil tratar de escapar; el pasaje carece de salida. Los faros se detienen, me alumbran. Permanezco inerte. Se apea un madero y camina pausadamente hacia mí, sorteando el puto cadáver. Porta un arma en su mano derecha. Ríe con semblante cruel, mostrando una boca mellada que acentúa la inclemencia en sus ojos de ofidio. Me aferra los huevos. «¡Escoria!», vocifera. Con el cañón relame mi rostro. No puedo darle ninguna ventaja: le disparo en el vientre a bocajarro. Su cuerpo se derrumba sobre los muslos de la ramera. Lo remato con un tiro entre las cejas. Ahora soy yo quien sonríe, aunque no puedo bajar la guardia. Las luces del vehículo resplandecen, me ciegan. Una turba de ratas de cloaca bulle atropelladamente a mis pies. Supuestamente no tenemos compañía, sólo una luna turbia, dos fiambres y yo. Y el silencio de los muertos. Mas la vida juega malas pasadas, así que me arrimo al coche prevenido, aguardando una pronta detonación que me horade las entrañas. Está vacío. Monto y arranco. Las cabriolas del auto resultan fascinantes. Maniobro embistiendo muros, soslayando en vano contenedores que desparraman sus inmundicias. Rebaso la travesía a toda prisa. Los chaperos del parque me contemplan insolentes. «¡Hatajo de maricones!», farfullo encorajinado. Doblo el volante y arremeto contra ellos. Corren despavoridos hasta resguardarse entre las impenetrables sombras de la arboleda. El más canijo se rezaga; evidencia una ridícula deformidad. Pierde su muleta y cae. Se pliega como un gusano sobre el asfalto. Gimotea atemorizado implorando compasión. Excitado, acelero y advierto el rechinar de la osamenta bajo los neumáticos que prensan su cabeza. —¿Nos vamos ya o qué? —La voz de mamá, siempre inoportuna, me sobresalta—. Van a cerrar enseguida el centro comercial. —¡Jo, mami! Un ratito más, por favor. Me encanta este videojuego. —Vale..., me acerco a la peluquería para coger hora y regreso ahora mismo. Sigue portándote así de bien, cariño —susurra suavemente junto a mi mejilla—. Y no hables con desconocidos. Aparto la cara rehuyendo el aire de ternura que le corrompe el aliento. Es estúpida y no se siente aludida; me besa. Se da media vuelta empujando un carrito atiborrado hasta los topes. Me abstraigo en las curvas grotescas de su ingente trasero. Lo imagino carnoso, sucio y rosado, como el culo de un cerdo. Pulso new game.
viernes, 13 de enero de 2017
CON MANUEL MERENCIANO, EN LA FERIA DEL LIBRO
Suscribirse a:
Entradas (Atom)